El intelectual Julio Ortega se sabe un escritor profuso a quien suelen sucederle cosas raras. Cuenta que en una ocasión, en México, mientras viajaba en un taxi dejó extraviada su libreta de notas. Una gran libreta que contenía crítica, poemas, relatos, sueños, diarios... Al bajarse de su transporte, se percató del olvido y pensó rápidamente en correr para recuperar el cuaderno. Sin embargo, una pregunta le invadió: «¿Y si lo dejo ir?», y así lo hizo. «Sentí un gran alivio», confesó.
—Inesperada forma de compartir...
—Una suerte de tributo.
Al profesor peruano, cuya obra constituye una de las más lúcidas de Latinoamérica por sus reflexiones acerca de los nexos entre literatura, historia y sociedad, le place la relación intimista con la literatura, que le permite ser un escritor que no publica todo lo que escribe. «Me gusta ser un poeta desconocido».
—Es usted un prolífico escritor. Ha cultivado la crítica literaria, novela, poesía, relato, ensayo... ¿Qué lo seduce más al escribir?
—Explorar el lenguaje en situaciones distintas, con una fluidez entre los géneros —que para mí son como formatos, donde cada uno supone una entonación diferente. La poesía supone una dicción más íntima, personal, reflexiva; el relato implica un ensayo de las posibilidades expansivas y recurrentes del lenguaje, mientras que la crítica es como una reflexión sobre todos ellos.
—¿Entonces se inclina más hacia la crítica?
—Me gusta más la poesía, creo que es lo central en el acto literario. Con ella tengo una relación muy curiosa, que aún no he acabado de entender. Es como una intimidad que no requiere ser descubierta o revelada. Escribo permanentemente poemas, pero no necesito publicarlos. Me siento muy bien sabiendo que tengo una parte de mi obra inédita.
—¿Sobre qué temas prefiere escribir?
—Depende. Si se trata de crítica me interesa más la actualidad, lo nuevo, lo que está haciéndose, los registros del cambio.
Como explorador infatigable del quehacer literario de América Latina, su obra crítica constituye valioso caudal de conocimiento. Destacan en esas publicaciones textos como El discurso de la abundancia (1992), Una poética del cambio (1992), Arte de innovar (1994), El principio radical de lo nuevo (1997) y Caja de herramientas. Prácticas culturales para el nuevo siglo chileno (2000).
Según comentó el también narrador, a cuya autoría pertenecen el libro de cuentos Las islas blancas (1966) y la novela Mediodía (1970), actualmente se encuentra preparando un volumen acerca de la literatura del siglo XXI. «No es una historia ni un panorama, solo algunos gestos que recuentan las variantes que se construyen en áreas de lectura. Será un texto más literario, que apuesta por voces y tendencias para caracterizar la relación problemática existente entre la palabra privada y la pública; y entre las emociones como dimensión de lo más genuino y la incertidumbre».
—¿Qué autores lo han influenciado más en su desempeño?
—En primer lugar Jorge Luis Borges. Considero que todos somos directos herederos de él. Para mí fue tan importante el descubrimiento de El Quijote, siendo un niño, como el de El Aleph, de Borges, en mi primer día de la universidad, en el año 1961.
«Recuerdo que era una clase de 300 alumnos y el profesor comenzó leyendo un fragmento de El Aleph, y me pareció que lo leía solo para mí. Posteriormente tuve el privilegio de conocer a Borges, editarlo y escribir sobre él, lo cual es una suerte de fidelidad primero y luego de felicidad.
«Después de Borges, han sido muy importantes César Vallejo, a quien he dedicado mucho tiempo; José Lezama Lima y Gabriel García Márquez, entre otros».
—Gran parte de su labor la ha dedicado a la promoción de jóvenes talentos. ¿Cómo vislumbra usted el futuro de las letras latinoamericanas?
—Extraordinariamente diverso. No existe la unidad que responda a una noción homogénea de América Latina. Los latinoamericanos se definen por una diversidad que no busca tener un solo lenguaje, sino que tolera y hasta celebra la diferencia de los lenguajes posibles.
«Siempre he dicho que si hubiera una sola verdad, un solo modelo, una sola lectura, no habría lugar para América Latina. El lugar de lo nuestro reside en la heterogeneidad y la inclusión».
—Usted ha manifestado: «Nos toca a los críticos mediar para que las nuevas literaturas hagan su peregrinaje». ¿Cómo ejerce esa mediación Julio Ortega?
—La actividad crítica no es solamente escribir acerca de eso, sino intervenir en el paisaje cultural. Desde esa perspectiva, el intelectual constituye una figura casual, pero desencadenante de escenarios, reflexión, interacción, intercambio y reconocimiento para que los escritores noveles tengan el desafío de ser leídos más allá de sus contextos literarios.
«Hoy los jóvenes viven otro capítulo de lo mismo que mi generación vivió en los años 60, que es, en este caso, la ampliación del sistema comunicativo gracias a la expansión digital, donde Internet deviene plaza pública literaria.
«Creo que el modelo que va a dominar en el siglo XXI va a ser el del fomento de la productividad. Existe actualmente la industria privada y la producción estatal, y esa polaridad no es buena para la literatura.
«El mercado establece una normatividad en relación con la ganancia, y el libro es un objeto que nace en el mercado. En muchos países del mundo (México, España) casi todo lo que es cultural se debe al presupuesto. La cultura está muy subvencionada. Ante esta realidad, hay todo un movimiento de voces recientes que no tienen acceso a ese mercado, por lo que construyen sus propias plataformas a través de Internet con pequeñas revistas y editoriales. Y es precisamente allí donde se encuentra la literatura viva. Ellos son capaces de atraer un público y generar lectores en sintonía con las nuevas sensibilidades».
Para Ortega lo más importante de la literatura radica en su capacidad de inventiva para ser siempre cambiante y evitar las fórmulas. Como espacio de exploración, permite que cada época construya escenarios de lectura en los cuales desarrolla desafíos y hace propuestas. Por eso, buena parte de su desempeño como antólogo lo ha consagrado al fomento de jóvenes escritores latinoamericanos, a través de títulos como Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI.
—Desde su experiencia, ¿cómo cree que las nuevas generaciones puedan construir su historia apoyados en la literatura?
—La literatura tiene lo que me gusta llamar «la gracia de lo gratuito», no tiene precio ni estatus, es algo que se hace por placer, por sentido crítico, por capacidad de diálogo, asombro y solidaridad.
«Sobre esa plataforma que genera la necesidad de crear un lenguaje legítimo, surge una ética vinculada al mundo emocional, basada en la verdad de las experiencias humanas compartibles. Eso no es una doctrina, programa ni utopía, sino que es el sustento donde fragua una vida cotidiana vivida plenamente».
—Usted maneja la tesis de que cada escritor inventa su lector. ¿Cómo son sus lectores?
—En primer lugar son mis estudiantes, quienes son, a su vez, creadores de lectores. Luego son los públicos en América Latina. Como crítico tengo la obligación ética de desencadenar cosas y articular otras. Mi interés es propiciar un diálogo más amplio, crear escenarios de reencuentro, intentar que los lectores tengan más legitimidad social y tratar de tenerlos presentes en mis antologías.
—¿Qué se necesita para que la literatura y la lectura generen espacios de intercambio que apuesten por el futuro?
—Los escritores están llamados a ser responsables del espacio que ocupan a través del lenguaje, de las editoriales, las revistas, el diálogo. Deben estar presentes en el uso de la palabra en pos de una mejor calidad del habla nacional y de la comunicación.
«Nos corresponde hacer que los escritores no sean solamente seres exquisitos o bohemios, sino sujetos capaces de ejercer como agentes culturales».
*Entrevista extraída de juventudrebelde.cu
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