César Vallejo en la calle Quilca, once de la noche, Bar Queirolo, rodeado de amigos, poetas, curiosos que escuchan extasiados sus experiencias:
«París,
Ciudad luz, fuente, vida, inspiración, me abrió los brazos, cuando a mí me lo negaron.
Mi amor de ensueño: Georgette
Philippart, curó mi alma y mis heridas del recuerdo peruano…»
Domingo de
Ramos, le invita una Pilsen. Con sus ojos hechizados y su sonrisa de Rey León,
dibuja una alegría, jamás vista en él.
Miguel
Ildefonso, evoca versos de Piedra negra
sobre una Piedra Blanca:
«Me moriré en
París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en
París –y no me corro– tal vez un jueves, como es hoy, de otoño…»
Denis
Castañeda, el más romántico y mujeriego del grupo, le recuerda:
« ¿Qué estará
haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí…»
Rodolfo Pacheco, iluso y no finito le susurra:
«Verano, ya me
voy y me dan pena las manitas sumisas de tus tardes.
Llegas
devotamente; llegas viejo…»
Vallejo
emocionado, llora algunas lágrimas brillantes como la luna del norte peruano,
los abraza, sale a la calle Quilca, mira el cielo nublado, los bohemios, los
punks, el Averno, las chicas malas, los músicos, los políticos y exclama:
«Y desgraciadamente, el dolor crece en el mundo
a cada rato, crece a treinta minutos por segundo, paso a paso… Hay, hermanos, muchísimo que hacer…»
Luego una luz llega del cielo, lo envuelve y se lo lleva en
silencio, sin testigos, sin más sufrimientos.
Fuente: Velásquez, Eva. La flor de la gata. Juan Gutemberg-Editores Impresores. Lima, 2010
Fuente: Velásquez, Eva. La flor de la gata. Juan Gutemberg-Editores Impresores. Lima, 2010
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