Ricardo Ayllón
La poesía está maldita. Paseo por librerías, estanterías de
editoriales y ferias de libros, y cada día se acentúa en mí la certeza de que
en lo que menos interés tiene el lector promedio en el Perú, es en adquirir
libros de poesía. Hago una miniencuesta entre amigos lectores preguntándoles la
razón, y las respuestas son casi las mismas: “Es que la poesía cada vez se
entiende menos”, me dice un profesor de secundaria; “¡A la poesía le falta
acción!”, responde un estudiante universitario casi instintivamente; “La poesía
es para escribirla, no para leerla”, intenta ser esclarecedor un escritor
amigo.
Lo cierto es que los poemarios se aburren más de la cuenta
en los anaqueles y, por lo tanto, los editores se han vuelto renuentes a darles
la misma oportunidad que a los textos de narrativa. Si usted tiene listo un
volumen de poemas y recurre a una editorial peruana para que ésta apueste por
sus versos, se enfrentará al terrible muro de las dificultades. La respuesta
del editor será más o menos así: “La poesía no vende, amigo; si desea editar
esos poemas tendrá que financiar usted mismo el libro”. Y es que es la verdad,
a no ser que el editor ponga un poemario a un precio casi de regalo y el
contenido temático sea muy pero muy atractivo (poesía de amor, generalmente),
ese editor apenas venderá ejemplares para recuperar lo invertido.
Una alternativa ante esto, es que el autor haya ganado
recientemente un premio literario; premio que, sin embargo, sea lo
suficientemente mediatizado y difundido como para que el editor se arriesgue a
impulsar un tiraje mínimo. La otra alternativa es continuar editando ‘vieja
poesía’, léase: a los muertos, a los consagrados o a los clásicos.
¿Qué ha ocurrido entonces con la poesía? ¿El lector del
siglo XXI es menos sensible que antes?, ¿ha llegado el momento de comenzar a
cavar una tumba para la poesía?
Proyectémonos a partir de mi miniencuesta. Me parece que las
dos primeras respuestas: “Es que la poesía cada vez se entiende menos” y “¡A la
poesía le falta acción!” van casi de la mano. Se trata de una situación que
puede proyectarse con las siguientes interrogantes: ¿Quiere decir que, en el
ánimo de mostrarse modernos e innovadores, los poetas escriben cada vez más
enrevesado y, sin proponérselo, han espantado al lector común? ¿O es al revés,
es decir, es el lector quien se interesa cada vez menos en renovar sus
inquietudes temáticas y estilísticas y, en este sentido, no otorga un espacio
en su biblioteca personal a nuevas propuestas estéticas?
Veamos: las personas que me dieron estas respuestas fueron
un docente de Comunicación Integral de secundaria y un estudiante de Lengua y
Literatura, respectivamente. El primero, en la institución educativa donde
labora, es nada menos que coordinador del Plan Lector; y el segundo, ya cursa
el último ciclo, próximo a obtener su título profesional. Si dos profesionales
que se constituyen, sin duda, en orientadores de lectura en sus comunidades
estudiantiles, tienen este concepto de la poesía, creo que ésta está perdida.
Pues en el colegio del profesor de Comunicación Integral quizá ninguno de los
libros con los que trabaje en Plan Lector, sea un texto lírico; y, en el caso
del estudiante, a la hora de desarrollar ejercicios de gramática entre sus
alumnos pasará sobre la poesía, u, obligado por el plan curricular, tocará solo
a los clásicos y modernistas establecidos generalmente en los materiales de
enseñanza.
Por otra parte, la tercera respuesta: “La poesía es para
escribirla, no para leerla”, lanzada por mi amigo escritor, puede arrojar
también ciertas luces. Lo que él trata de decir es que en nuestro país casi
todo el mundo (la mayoría en secreto) se lanza a poetizar pues resulta un
ejercicio de espontaneidad; es cuestión de que la persona se sienta
conmocionada por alguna situación (amorosa, existencial, social, etc.) para
que, de manera casi intuitiva, intente esbozar unos versos; a partir de ello,
más de uno sentirá que es un ‘poeta de verdad’ y, con los años, se adjudicará
(al menos íntimamente) el rótulo de poeta. Pero la hechura narrativa resulta
menos espontánea, pues si bien el ejercicio de ésta puede comenzar también como
un impulso, conforme el escritor avance descubrirá que su logro es producto de
un oficio a largo plazo, con mucho de paciencia y tiempo libre, y, en este
sentido, la mayoría abandonará el barco.
Ahora bien, desde el punto de vista del lector, está aquel
ingrediente de nuestra mera constitución narrativa. Me refiero a que el ser
humano es una especie que en todo momento está detrás de una buena narración:
la televisión, las noticias, los amigos, las reuniones familiares, los chismes,
los chistes de sobremesa, son siempre encuentros con la narrativa (oral, por
supuesto); y de allí, a pasar a la narración escrita, hay un solo paso. ¿Que la
poesía es también una narración de sentimientos? Pues sí, pero según la versión
de los actuales lectores, cada vez más difícil de entender y con ausencia de
‘acción’, palabra clave que puede interpretarse como ‘hecho’, ‘suceso’,
‘acontecimiento, es decir, directamente relacionada con la narrativa y no con
la poesía.
La conclusión de todo esto es que la poesía es cada vez más
desatendida por los lectores, y si este descuido comienza a establecerse en las
preferencias de docentes y orientadores de lectura, la pobre necesitará una
suerte de relanzamiento. ¿En quién recaerá la responsabilidad?: ¿en el
ejercicio de los propios creadores?, ¿en las preferencias de los nuevos
lectores?, ¿en el sistema educativo que no ha profundizado en la
diversificación lectora? La respuesta, imagino, la debemos hallar, en conjunto,
en una mesa concertadora, “desayunados todos al borde de una mañana eterna”.
Fuente: Blogs de Rodolfo Ybarra: Aquí
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