Ricardo Ayllón
Una morada tras los reinos, de Denisse Vega Farfán
(Lustra. Lima, 2008), es un bello camino al autoconocimiento. Sobre la base de
la creación de un universo particular, la poeta se ha propuesto una búsqueda de
lo personal creando para ello un sujeto poético cuya condición e identidad son
las de un personaje marginal, un personaje que emprende la travesía hacia el
reino partiendo de una necesidad primordial: la de autodefinirse.
En el libro, dividido en cuatro acápites y conformado por
textos alternados en primera y segunda personas, el primer poema es el de la
autopresentación o autorepresentación del personaje aludido. Sin un nombre
definido o patente que le otorgue condición de reconocible (“duermo sobre el
ombligo de una acémila muerta/ que es mi nombre” p. 15; “mi nombre está detrás
de todos los nombres” p. 16), el personaje se delimita en la indefinición
partiendo, además, de una clara hibridez en su caracterización. Versos como “no
poseo un rostro definido/ mi piel está hecha del cuero de muchos animales/ mis
órganos son los frutos/ de alguna mandrágora venenosa/ mi historia es el
tartamudeo/ de cada dios inexistente” (p. 15), nos anuncian la presencia de
alguien que nos habla de su incapacidad de reconocerse, pues no caben en él
elementos de lo evidente (“no poseo un rostro definido”), de lo propio (“mi
piel está hecha del cuero de muchos animales”), ni de lo sustantivo (“mi
historia es el tartamudeo/ de cada dios inexistente”).
Con esta premisa, y con el anuncio de componentes que
lindan con el malditismo y el bastardismo (“todo canto que llega a mis oídos/
se convierte en plaga/ no conozco padre/ soy la consecuencia de varios
apareamientos” p. 15), es posible ubicarnos mejor no solo frente a este
protagonista-sujeto poético creado por la poeta, sino también frente a un
verdadero clima de indeterminación en el que, tanto para el lector como para el
protagonista que nos habla en primera persona, es imposible precisar una
personalidad o particularidad para éste, lo que, gradualmente, veremos que se
convierte en el proyecto del contenido del libro.
Frente a lo planteado por el primer poema, se encuentra,
haciendo contrapunto, la voz que habla en segunda persona, la cual funciona
aquí como la voz de la conciencia, la de la otra orilla, el lado opuesto de la
palabra original. Escrito en letras cursivas, la autora ha puesto estos textos,
además, entrecomillados, dejando en claro que se trata de palabra hablada,
enhebrada a la primera en un diálogo que esclarece –en primer lugar– la
condición marginal del protagonista: “tu única identificación/ es no saber
quién realmente eres… tu único dios/ es el espejo que ingrávidamente te juzga”
(p. 18); pero también que se trata de un ser atormentado por circunstancias
externas y propias que ponen de manifiesto su condición de derrota, tal como se
menciona al final de este poema: “no necesitas ungüentos ni pan/
pasaportescolor de piel/ un pasado en platino y esmeraldas// basta la sola/ inocente
música/ de tu derrota” (p. 19).
Para comprender mejor la vaguedad impuesta no solo a la
identidad del protagonista, si no al escenario instaurado por Vega Farfán, es
necesario percibir con atención el carácter colectivo del tercer poema. Escrito
en el plural de la primera persona, descubrimos que “fuera del reino estamos/
cada cual con una joroba más grande que la otra/ y un vacío más grande que el
vacío” (p. 20, las cursivas con mías), mientras que la manera sucesiva e
insistente en que aparecen inscritas algunas interrogantes del texto, nos
brinda una vez más la sensación de incertidumbre, de ausencia de identidad,
acerca del reino en el que se habita: “quién sabe si en el reino/ hay una
muerte como el naranjo/ escurriéndose en nuestra frente reseca/ quién sabe si
en el reino todos se llaman igual… // quién sabe si en el reino hay un Rey
degollado/ que abandonó sus poderes” (p. 20, las cursivas con mías).
Asimismo, el uso permanente de los contrastes en las
imágenes, como éstas: “acércate a las piedras/ y tu corazón será agua// intenta
tocar la aurora/ y tus manos cosecharán astillas” (p. 21), o “todos mis muertos
habitan uno de sus ojos/ y en el otro los recién nacidos” (p. 22), contrastes
que aparecen de manera semejante a lo largo del libro, resultan el medio más
eficaz para reflejar tal indeterminación. Marco Martos ha sido claro, también,
en subrayar tales características al referirse a la autora en la contratapa del
texto: “Su linaje es tan variado que no se sabe de dónde viene… Deja atrás la dicotomía
varón-hembra y expresa la condición de soledad de la especie humana” (las
cursivas son mías).
Este es el modo en que vamos familiarizándonos con la
propiedad cardinal del texto, aquella que sustenta el temple individual
(solitario) que necesita la voz hablante para poder reconocerse persona, para
fijar su estirpe que, de antemano, se nos ha ido mostrando rebelde, marginal,
andando en los linderos de “el reino que está/ al otro lado de mi ceguera/
(que) cada día viene a mis sueños/ en forma de bruma incendiada” (p. 22). Por
ello, conforme va aproximándose al reino, va encontrando su forma de
restablecerse, de hallarse y de ser; ¿de qué forma?, atendiendo a los cambios
que se suscitan en algunas acciones que pueden entenderse como una suerte de
regeneración: “si por cada palabra que elevo/… se coagula mi memoria como una
isla/… los ahogados izan sus cuerpos nuevamente vivos/ sin recordar lo que
fueron// si por cada mar que estalla en el ruedo de tu carne/ asciende una
bandera en mis ojos” (p. 25).
Como apreciará quien sepa detenerse en la atmósfera del
texto, el panorama empieza a dibujarse menos sombrío: las palabras se elevan;
la memoria se coagula, es decir detiene su sangrado; los ahogados pueden ahora
mostrarse vivos y un estandarte llega hasta los ojos de nuestro personaje. Solo
así, cuando ingresamos en el segundo acápite del texto, notamos cuán legítimo
resulta el sacrificio preparado para él, en el cual el Rey constituye un
oficiante principal: “han alistado los coros/ la bandeja en la que han de
verter tu sangre/ no es necesario encender velas/ en el reino nadie es más
digno que el Rey” (p. 29). Y es que la única manera de conocernos, de
reconocernos, ¿no es acaso sacrificando parte de nosotros mismos, tasajearnos
el alma como si fuera carne para consagrarla a un sinceramiento íntimo que nos
revele quiénes somos realmente? Porque a donde nos remite este libro, ya es
momento de decirlo, es a una serie sencilla de claves en la cual el Rey no es
otra cosa que la aspiración final del sujeto poético, es decir, el sujeto
autorreconocido, que pueda designar para sí un nombre y una identidad; mientras
que llegar al reino, nada más que el medio para que esto sea posible.
Atendamos, si no, la forma cómo Vega Farfán nos proporciona esta luz clarísima
en la siguiente interrogante: “cómo salir del reino hundido/ que hay en cada
uno/ cómo escapar a los designios de un abyecto Rey/ que es uno mismo” (p. 36).
A partir del segundo poema de este segundo acápite, esto
comienza a resultar claro: “acaso el rey es este con el que convivo/ comparto
la piel/ y una guarnición de indeseables retratos?” (p. 31). Y, de este modo,
al sujeto poético le es posible recoger los hallazgos de aquella personalidad
propia que lo espera. Uno de ellos, puede bien vislumbrarse en este verso de la
página 33, luego de que ha ingresado en el reino, cuando la voz en segunda
persona lo pone sobre aviso de que alguien ha esperado para decirle que “en el
sótano de este castillo de humo/ está la primera letra de tu nombre” (p. 33). Y
así como encuentra la posibilidad de poder hallar la primera letra de su
nombre, poco a poco nuestro personaje podrá estar frente a otros dispositivos
que le otorgan identificación: reconocerá su alma “reclamando la dignidad/ de
un nuevo nombre” (p. 34); descubrirá muertos en el reino, es decir, antiguos
sacrificios (léase, antiguos reconocimientos) sabiendo que “entonces el reino/
ya no sería necesario/ más que para una estirpe desconocida…” (p.35) y él ahora
ya no es un desconocido; pero también podrá estar seguro de que “el reino tiene
mi señal y mi nombre//… mi madre es el sol de los calcinados/ y mi padre el
brasero que rearma a estos muertos” (p. 36).
Ideando una original mitología, Denisse Vega Farfán nos
habla de su condición personal no sin cerciorarse de que como lectores nos
veamos retratados en el sujeto poético ideado para sí. En uno de los poemas,
habíamos notado cómo la primera persona se hizo plural y ello fue una
invitación a que nos insertemos en su aspiración íntima: la de ubicarse a
través de su peregrinaje y visita a un reino que, según nuestra particular
lectura, en su caso no es otro que el de la poesía. Allí están los códigos de
este planteamiento. El dolor, la necesidad de ubicarse en ella (reconociéndola
como un reino), los muertos (o antecesores) hallados a su paso, el sacrificio
y, en las postrimerías del libro, la capacidad de renovarse a partir de ella
(“niño que sales del reino perdido/ con mi nuevo rostro/ y cantas”, p. 44),
constituyen los pasos para que nos veamos y veamos en ella a un ser que –desde
el reino como representación de la poesía– nos remite a la idealización, pero
principalmente a las inclemencias, de una tarea que puede parecer sencilla pero
que obviamente no lo es, como la de poetizar.
La búsqueda de una identidad, de un nuevo nombre, de una
certeza personal, es también, sin duda, no solo objetivo de la tarea lírica,
sino también la de una condición tan humana y difícil como el de la juventud.
Tales situaciones, la de haber adoptado a la poesía como un peregrinaje para
toda la vida, y la de que éste pase ahora por los peñascos indómitos de la
juventud, tan llenos de interrogantes, incertidumbres e intensidades
existenciales, resultan el mejor contexto para un tema como al que nos remite
Una morada tras los reinos, texto que, seguramente, no pudo haber hallado un
mejor discurso en otro momento de la vida de su autora.
Fuente: Tientos y diferencias/ Ricardo Ayllón
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