martes, 19 de junio de 2012

Un reino para Denisse Vega Farfán


Ricardo Ayllón

Una morada tras los reinos, de Denisse Vega Farfán (Lustra. Lima, 2008), es un bello camino al autoconocimiento. Sobre la base de la creación de un universo particular, la poeta se ha propuesto una búsqueda de lo personal creando para ello un sujeto poético cuya condición e identidad son las de un personaje marginal, un personaje que emprende la travesía hacia el reino partiendo de una necesidad primordial: la de autodefinirse.

En el libro, dividido en cuatro acápites y conformado por textos alternados en primera y segunda personas, el primer poema es el de la autopresentación o autorepresentación del personaje aludido. Sin un nombre definido o patente que le otorgue condición de reconocible (“duermo sobre el ombligo de una acémila muerta/ que es mi nombre” p. 15; “mi nombre está detrás de todos los nombres” p. 16), el personaje se delimita en la indefinición partiendo, además, de una clara hibridez en su caracterización. Versos como “no poseo un rostro definido/ mi piel está hecha del cuero de muchos animales/ mis órganos son los frutos/ de alguna mandrágora venenosa/ mi historia es el tartamudeo/ de cada dios inexistente” (p. 15), nos anuncian la presencia de alguien que nos habla de su incapacidad de reconocerse, pues no caben en él elementos de lo evidente (“no poseo un rostro definido”), de lo propio (“mi piel está hecha del cuero de muchos animales”), ni de lo sustantivo (“mi historia es el tartamudeo/ de cada dios inexistente”).

Con esta premisa, y con el anuncio de componentes que lindan con el malditismo y el bastardismo (“todo canto que llega a mis oídos/ se convierte en plaga/ no conozco padre/ soy la consecuencia de varios apareamientos” p. 15), es posible ubicarnos mejor no solo frente a este protagonista-sujeto poético creado por la poeta, sino también frente a un verdadero clima de indeterminación en el que, tanto para el lector como para el protagonista que nos habla en primera persona, es imposible precisar una personalidad o particularidad para éste, lo que, gradualmente, veremos que se convierte en el proyecto del contenido del libro.
Frente a lo planteado por el primer poema, se encuentra, haciendo contrapunto, la voz que habla en segunda persona, la cual funciona aquí como la voz de la conciencia, la de la otra orilla, el lado opuesto de la palabra original. Escrito en letras cursivas, la autora ha puesto estos textos, además, entrecomillados, dejando en claro que se trata de palabra hablada, enhebrada a la primera en un diálogo que esclarece –en primer lugar– la condición marginal del protagonista: “tu única identificación/ es no saber quién realmente eres… tu único dios/ es el espejo que ingrávidamente te juzga” (p. 18); pero también que se trata de un ser atormentado por circunstancias externas y propias que ponen de manifiesto su condición de derrota, tal como se menciona al final de este poema: “no necesitas ungüentos ni pan/ pasaportescolor de piel/ un pasado en platino y esmeraldas// basta la sola/ inocente música/ de tu derrota” (p. 19).

Para comprender mejor la vaguedad impuesta no solo a la identidad del protagonista, si no al escenario instaurado por Vega Farfán, es necesario percibir con atención el carácter colectivo del tercer poema. Escrito en el plural de la primera persona, descubrimos que “fuera del reino estamos/ cada cual con una joroba más grande que la otra/ y un vacío más grande que el vacío” (p. 20, las cursivas con mías), mientras que la manera sucesiva e insistente en que aparecen inscritas algunas interrogantes del texto, nos brinda una vez más la sensación de incertidumbre, de ausencia de identidad, acerca del reino en el que se habita: “quién sabe si en el reino/ hay una muerte como el naranjo/ escurriéndose en nuestra frente reseca/ quién sabe si en el reino todos se llaman igual… // quién sabe si en el reino hay un Rey degollado/ que abandonó sus poderes” (p. 20, las cursivas con mías).

Asimismo, el uso permanente de los contrastes en las imágenes, como éstas: “acércate a las piedras/ y tu corazón será agua// intenta tocar la aurora/ y tus manos cosecharán astillas” (p. 21), o “todos mis muertos habitan uno de sus ojos/ y en el otro los recién nacidos” (p. 22), contrastes que aparecen de manera semejante a lo largo del libro, resultan el medio más eficaz para reflejar tal indeterminación. Marco Martos ha sido claro, también, en subrayar tales características al referirse a la autora en la contratapa del texto: “Su linaje es tan variado que no se sabe de dónde viene… Deja atrás la dicotomía varón-hembra y expresa la condición de soledad de la especie humana” (las cursivas son mías).

Este es el modo en que vamos familiarizándonos con la propiedad cardinal del texto, aquella que sustenta el temple individual (solitario) que necesita la voz hablante para poder reconocerse persona, para fijar su estirpe que, de antemano, se nos ha ido mostrando rebelde, marginal, andando en los linderos de “el reino que está/ al otro lado de mi ceguera/ (que) cada día viene a mis sueños/ en forma de bruma incendiada” (p. 22). Por ello, conforme va aproximándose al reino, va encontrando su forma de restablecerse, de hallarse y de ser; ¿de qué forma?, atendiendo a los cambios que se suscitan en algunas acciones que pueden entenderse como una suerte de regeneración: “si por cada palabra que elevo/… se coagula mi memoria como una isla/… los ahogados izan sus cuerpos nuevamente vivos/ sin recordar lo que fueron// si por cada mar que estalla en el ruedo de tu carne/ asciende una bandera en mis ojos” (p. 25).

Como apreciará quien sepa detenerse en la atmósfera del texto, el panorama empieza a dibujarse menos sombrío: las palabras se elevan; la memoria se coagula, es decir detiene su sangrado; los ahogados pueden ahora mostrarse vivos y un estandarte llega hasta los ojos de nuestro personaje. Solo así, cuando ingresamos en el segundo acápite del texto, notamos cuán legítimo resulta el sacrificio preparado para él, en el cual el Rey constituye un oficiante principal: “han alistado los coros/ la bandeja en la que han de verter tu sangre/ no es necesario encender velas/ en el reino nadie es más digno que el Rey” (p. 29). Y es que la única manera de conocernos, de reconocernos, ¿no es acaso sacrificando parte de nosotros mismos, tasajearnos el alma como si fuera carne para consagrarla a un sinceramiento íntimo que nos revele quiénes somos realmente? Porque a donde nos remite este libro, ya es momento de decirlo, es a una serie sencilla de claves en la cual el Rey no es otra cosa que la aspiración final del sujeto poético, es decir, el sujeto autorreconocido, que pueda designar para sí un nombre y una identidad; mientras que llegar al reino, nada más que el medio para que esto sea posible. Atendamos, si no, la forma cómo Vega Farfán nos proporciona esta luz clarísima en la siguiente interrogante: “cómo salir del reino hundido/ que hay en cada uno/ cómo escapar a los designios de un abyecto Rey/ que es uno mismo” (p. 36).

A partir del segundo poema de este segundo acápite, esto comienza a resultar claro: “acaso el rey es este con el que convivo/ comparto la piel/ y una guarnición de indeseables retratos?” (p. 31). Y, de este modo, al sujeto poético le es posible recoger los hallazgos de aquella personalidad propia que lo espera. Uno de ellos, puede bien vislumbrarse en este verso de la página 33, luego de que ha ingresado en el reino, cuando la voz en segunda persona lo pone sobre aviso de que alguien ha esperado para decirle que “en el sótano de este castillo de humo/ está la primera letra de tu nombre” (p. 33). Y así como encuentra la posibilidad de poder hallar la primera letra de su nombre, poco a poco nuestro personaje podrá estar frente a otros dispositivos que le otorgan identificación: reconocerá su alma “reclamando la dignidad/ de un nuevo nombre” (p. 34); descubrirá muertos en el reino, es decir, antiguos sacrificios (léase, antiguos reconocimientos) sabiendo que “entonces el reino/ ya no sería necesario/ más que para una estirpe desconocida…” (p.35) y él ahora ya no es un desconocido; pero también podrá estar seguro de que “el reino tiene mi señal y mi nombre//… mi madre es el sol de los calcinados/ y mi padre el brasero que rearma a estos muertos” (p. 36).

Ideando una original mitología, Denisse Vega Farfán nos habla de su condición personal no sin cerciorarse de que como lectores nos veamos retratados en el sujeto poético ideado para sí. En uno de los poemas, habíamos notado cómo la primera persona se hizo plural y ello fue una invitación a que nos insertemos en su aspiración íntima: la de ubicarse a través de su peregrinaje y visita a un reino que, según nuestra particular lectura, en su caso no es otro que el de la poesía. Allí están los códigos de este planteamiento. El dolor, la necesidad de ubicarse en ella (reconociéndola como un reino), los muertos (o antecesores) hallados a su paso, el sacrificio y, en las postrimerías del libro, la capacidad de renovarse a partir de ella (“niño que sales del reino perdido/ con mi nuevo rostro/ y cantas”, p. 44), constituyen los pasos para que nos veamos y veamos en ella a un ser que –desde el reino como representación de la poesía– nos remite a la idealización, pero principalmente a las inclemencias, de una tarea que puede parecer sencilla pero que obviamente no lo es, como la de poetizar.

La búsqueda de una identidad, de un nuevo nombre, de una certeza personal, es también, sin duda, no solo objetivo de la tarea lírica, sino también la de una condición tan humana y difícil como el de la juventud. Tales situaciones, la de haber adoptado a la poesía como un peregrinaje para toda la vida, y la de que éste pase ahora por los peñascos indómitos de la juventud, tan llenos de interrogantes, incertidumbres e intensidades existenciales, resultan el mejor contexto para un tema como al que nos remite Una morada tras los reinos, texto que, seguramente, no pudo haber hallado un mejor discurso en otro momento de la vida de su autora.

Fuente: Tientos y diferencias/ Ricardo Ayllón

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